¿Cómo? El Dios eterno, infinito, se hizo un niño vulnerable, luego un
modesto carpintero en la persona de Jesús. Sufrió una muerte atroz en
la cruz. Luego volvió a la vida. ¿A través de ello, Dios puede
declararme justo, por la muerte de su Hijo? ¡Imposible, mi razón se
opone!
Sí, porque estas asombrosas afirmaciones justamente revelan a un Dios
digno de este nombre. No es un Dios a mi medida, producto de mis ideas.
Es un Dios trascendente, cuyos pensamientos superan totalmente lo que
puedo concebir. Entonces abandono mi pretensión de hacer de mi razón el
supremo juez. Humildemente escucho a Dios. Él habla en la Biblia e
incluso presenta pruebas a mi inteligencia: el milagro de la creación,
el de la resurrección de Jesucristo y el de muchas profecías
cumplidas
Así mi fe esclarece mi razón.
Vuelve a formar mis pensamientos profundos, mis secretas creencias, y
transforma todo mi comportamiento afectivo e intelectual. No creo sin
comprender, sino que creo para comprender y aceptar los pensamientos de
Dios. De esta forma mi inteligencia se activa para descubrir el plan de
la gracia de Dios, cuyo centro es Jesucristo. Él es el primero y el
último, el hombre humillado y el Hijo de Dios a la vez. Su presencia y
su amor me iluminan y me consuelan cada día.
¿Qué significa para usted el nombre de Jesús? El de un hombre, un gran
hombre, por supuesto, ¿pero nada más? ¿O quizás es el del Mesías, el
hombre que vino enviado por Dios? Sólo hay dos posibilidades: o Jesús
es sólo un hombre y el cristianismo una religión entre otras; o Jesús
es más que un hombre, y en este caso él es el camino hacia Dios. No
podemos quedarnos con impresiones o suposiciones al respecto. Es, pues,
necesario informarse, leer la Biblia con cuidado e imparcialidad.
Para nosotros, los cristianos, Jesús es el Hijo de Dios. En la gloria,
donde estaba desde la eternidad, el Hijo de Dios no tenía nombre de
hombre. Pero, al ser manifestado en carne, recibió uno. Un ángel dijo
a José: María
dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús (Mateo
1:20-21). Es un nombre más excelente que el de los ángeles (Hebreos
1:4), un nombre sobre todo nombre (Filipenses 2:9), un nombre admirable (Jueces 13:18). Para el creyente que lo pronuncia o lo oye
pronunciar es ungüento derramado (Cantar de los Cantares 1:3), un
nombre amado.
En la gloria, el Hijo de Dios todavía lleva el nombre de Jesús. Cuando
Saulo de Tarso fue detenido en el camino a Damasco, preguntó: ¿Quién
eres, Señor?
Y oyó esta respuesta desde el cielo: Yo soy Jesús (Hechos 9:5).
Llegará el día cuando al pronunciar este nombre, toda rodilla se
doblará y todos reconocerán que Jesucristo es el Señor (Filipenses
2:10-11).
El 8 de noviembre de 1895 el físico W.C. Röntgen descubrió los llamados rayos X. Desde ese día se puede ver a
través del cuerpo humano, lo que es muy útil para la Medicina. Todas
las partes internas del cuerpo humano se pueden fotografiar. Pero aún
no se puede ver lo que se oculta detrás de lo corporal: los
pensamientos, las intenciones del corazón y, en una palabra, todo lo
que tiene que ver con la mente. Nada de esto se puede radiografiar.
Sin que nadie lo note, ¡cuánta hipocresía, secretos y pensamientos
puede ocultar el ser humano! ¡Cuántos malos e impuros pensamientos
pasan por la mente, y nadie los nota! ¿Nadie, verdaderamente nadie?
Pues bien, cada ser humano es escudriñado hasta lo más profundo de su
corazón por Dios su Creador. Él ve todo claramente, como dijo el
salmista: Has entendido desde lejos mis pensamientos
y todos mis
caminos te son conocidos. Pues aún no está la palabra en mi lengua, y
he aquí, oh Señor, tú la sabes toda (Salmo 139:2-4).
Alguna vez el divino Juez manifestará todo. Bienaventurado el ser
humano que durante su vida haya confesado sus pecados a Dios, quien
dice: Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus
pecados (Isaías 44:22). Lo puede hacer en virtud de la obra de
Jesucristo, quien sacrificó su vida en la cruz del Golgotá a favor de
los pecadores arrepentidos, a quienes promete: Nunca más me acordaré
de sus pecados y transgresiones (Hebreos 10:17).
La lucha por la vida es un combate perdido de antemano. Las tumbas dan
unánimemente testimonio de ello. Entablar un combate en el que desde el
principio uno está seguro de que va a perder, parece poco motivador.
Sin embargo, cada persona tiene un instinto de conservación o de
supervivencia, y por eso es un combatiente. Al otro lado está la muerte
que nos acecha a todos en más o menos breve plazo. No podremos escapar
de ella más que todos aquellos que nos precedieron en la vida.
Entonces, al saber que estamos vencidos de antemano, ¿qué actitud tomar frente a esta fatalidad?
La primera es la de muchos de nuestros semejantes. Buscan olvidar este vencimiento y viven como si nunca tuviesen que morir.
Otra actitud consiste en tratar de aplazar lo más que se pueda este momento para que dicha derrota llegue lo más tarde posible.
¿No existe una mejor actitud? ¿Sabe usted que Jesús venció la muerte?
Sin duda murió crucificado como un malhechor, pero resucitó. La muerte
no le pudo retener. Su victoria alcanza a todos los que ponen su
confianza en él.
Entonces se puede mirar a la muerte de frente. El creyente está del
lado del Vencedor. Para él la muerte sólo es un camino que le lleva a
reunirse con el Vencedor de la muerte.