Gracia sin prejuicios
Ahora lo hemos oído nosotros mismos, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo (Juan 4: 42).
POCO DESPUÉS, JESÚS DEJÓ LA PROVINCIA de Judea para regresar a
Galilea. Había por lo menos tres maneras de ir. Una, por la ribera del
Jordán, vía Jericó; otra, por la costa del Mediterráneo, vía Cesárea; y
la tercera, por las llanuras centrales de Palestina, que atravesaban la
provincia de Samaría. Pocos judíos escogían este camino, aunque era más
corto, a causa de su enemistad con los samaritanos, quienes
frecuentemente les negaban agua, comida y hospedaje. Jesús, guiado por su Padre, escogió este camino.
Tenía el anhelo de compartir el evangelio con los discriminados
samaritanos. Jesús y sus acompañantes llegaron, cansados del camino, al
pozo de Jacob, cerca del pueblo de Sicar. Fue allí donde Jesús tuvo la
conversación con la mujer samaritana. Dios lo guió para compartir su carácter con esa pobre mujer, y con todos los habitantes del pueblo.
Tan grande era el amor de Cristo
por esa mujer, que hizo varias cosas que salieron de las convenciones
sociales de aquellos días. En primer lugar, se puso a conversar con una
mujer. Ningún hombre decente debía dirigirse a una mujer en la vía
pública. En segundo lugar, ningún hombre decente debía hablar con una
mujer extraña a solas. En tercer lugar, ningún hombre decente debía
hablar con una mujer de baja reputación moral. Además, existía el
prejuicio de hablar con samaritanos, menos aun con una mujer samaritana.
Pero a Jesús le importaron muy poco esos prejuicios. Él había venido a revelar el carácter de Dios,
y no podía ceder a discriminaciones y escrúpulos que separaban a las
personas. Habló de la salvación a una pobre mujer que estaba agobiada
por una vida de pecado. Para él, cumplir esta misión de mostrar la gracia de Dios
era lo más importante. Era tan importante que, aparentemente, hasta se
olvidó de comer y beber. De hecho, hablando del incidente, dijo: «Mi
alimento es hacer la voluntad del que me envió y terminar su obra»
(Juan 4: 34).
Gracia sanadora
Porque así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a quienes a él le place (Juan 5: 21).
DESPUÉS DE MINISTRAR UN TIEMPO en Galilea, Jesús fue a Judea, probablemente en ocasión de la siguiente fiesta de la Pascua. Entró a Jerusalén por la Puerta
de las Ovejas. Cerca de allí había un estanque conocido como el
estanque de Betesda. Tenía cinco portales, donde la gente pernoctaba.
Era curioso, porque en ciertos momentos el agua se agitaba por la
turbulencia de una corriente interna e intermitente. Los supersticiosos
creían que un ángel descendía del cielo y agitaba el agua. Se creía que
esto le daba poder curativo, de modo que el primero que entrara en el
agua sanaría de su enfermedad. Por eso se reunían allí muchos enfermos con la esperanza de sanar.
Jesús caminaba por allí, y vio aquel cuadro triste de gente que ponía
su confianza en una superstición, solo para frustrarse. Un caso
desesperado llamó su atención. Era un hombre inválido que hacía treinta
y ocho años que estaba enfermo. Reflejaba en su rostro la frustración y
la desesperanza. Jesús tuvo compasión de él, se inclinó y le dijo:
«¿Quieres quedar sano?» (Juan 5: 6). El inválido detectó el deseo de
Jesús de ayudarlo; y para despertar su sensibilidad, le dijo: «No tengo
a nadie que me meta en el estanque mientras se agita el agua» (vers.
7). Entonces Jesús le respondió: «Levántate, recoge tu camilla
y anda» (vers. 8). El hombre obedeció la voz de Jesús, y al intentarlo,
halló que sus miembros inválidos le respondían. Al instante fue sanado.
Jesús escogió este caso especial para mostrar la gracia sanadora de Dios, lo hizo para enseñar que la Deidad puede vivificar la vida de cualquiera que se sienta paralizado por el mal. Aquel pobre hombre se había enfermado por años de pecado, pero el sufrimiento le enseñó a depender de la gracia de Dios, y Cristo se la mostró. Así lo hará hoy contigo.
Que Dios te bendiga,
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